En una noche de verano de 1953 en Los Ángeles, Charlie Munger, de 29 años, estaba sentado en un apartamento vacío, con colillas de cigarrillos llenando el cenicero. Media hora antes, acababa de firmar los papeles del divorcio y el saldo de su cuenta bancaria apenas superaba las tres cifras. Tan solo tres meses antes, había sostenido la urna con las cenizas de su hijo Teddy, de tan solo 9 años, pasando toda una tarde de pie en el cementerio bajo el viento frío: en los años 50, la leucemia era la guadaña de la muerte, y ni siquiera los ahorros de tres años le alcanzaron para comprar una sola medicina eficaz.

“Pensaba que estaba construyendo la fortaleza de mi vida, pero en una sola noche hasta los cimientos se vinieron abajo.” Muchos años después, con 99 años, Munger se sentaba en su estudio de Omaha, pasando los dedos por viejas fotos amarillentas, sin el temblor en la voz de aquellos años: “La gente me llama ‘el sabio del mundo de las inversiones’, pero no saben que lo primero que aprendí no fue a ganar dinero, sino a levantarme de entre las ruinas.”

I. Cuando tenía 29 años, comprendí que la destrucción de la vida nunca ocurre de manera “repentina”

Munger nació en 1924 en Omaha, con una infancia teñida por el gris de la Gran Depresión: el tío del vecino, que el día anterior presumía de sus ganancias en bolsa, al siguiente desaparecía con una maleta por la calle; el despacho de abogados de su padre pasó de ocupar tres plantas a un pequeño cuartito, y el pan en la mesa cada vez era más fino.

“Ya entonces entendí que todo aquello que crees que puedes agarrar, es solo espuma.”

De adulto, hizo todo lo posible por huir de esa “sensación de descontrol”: ingresó en la Facultad de Derecho de Harvard, abrió su propio bufete en Los Ángeles, estudiaba acciones en su tiempo libre, ahorró para comprar una casa con jardín, se casó con la mujer que amaba y tuvieron a Teddy, ese niño de hoyuelos en la sonrisa, que para él era “